No mires debajo de la cama

JUAN JOSÉ MILLÁS

[…]La juez y el forense establecieron a partir de aquella noche una relación sin futuro: así lo acordaron a instancias de Elena Rincón y a él no le importó, pues mantenía que el mundo se había terminado y que ellos sólo eran el rescoldo de la realidad, sus brasas.
—En tales circunstancias —añadió con expresión mordaz—, no se me habría ocurrido pedirte que te casaras conmigo aunque estuviera soltero, que tampoco es el caso.
Se veían en hoteles de los que el forense debía ser habitual por la familiaridad con la que entraba y salía de ellos, y a veces, las menos, en casa de Elena Rincón, que defendía sus espacios privados con el mismo empeño que él ponía en violarlos. El deseo, cuando surgía, se alimentaba precisamente de la ausencia de porvenir, de la escasez de horizonte. Un día, encontrándose en la cama de un hotel cuyas habitaciones tenían espejos en el techo (lo que al forense le parecía un refinamiento admirable), la magistrada contempló el reflejo de su cuerpo y el del médico gravitando de forma absurda sobre sus cabezas y pensó que eran como dos zapatos pertenecientes a distintos pares. Acababan de practicar el sexo con escaso rendimiento, pese a los espejos, pues el forense se había revelado más hábil en la realización de las autopsias que en la ejecución del amor, y ahora permanecían con los cuerpos boca arriba, observando la columna de humo del cigarrillo del médico, que ascendía en dirección al azogue y parecía penetrarlo, como un hilo sutil que mantuviera unidos los dos mundos.
—Parecemos dos zapatos de diferentes pares —dijo Elena Rincón.
—Entonces quizá deberíamos hacerlo debajo de la cama —respondió el forense—. A lo mejor nos sale mal porque no nos encontramos en el lugar adecuado.
El médico propuso el traslado con cierta insistencia, pero Elena Rincón se negó aduciendo que había que amortizar los espejos.
—Otro día, pues —concluyó él.
—Otro día.
La imagen de dos zapatos desparejados hizo pensar a la juez en la curiosidad de que los seres humanos, siendo por su propia naturaleza unidades independientes, buscaran con desesperación una pareja que les completara, como si cada uno fuera la mitad de un conjunto. Gran parte de las desgracias que les afligían —lo comprobaba a diario en su trabajo— provenía de esa búsqueda del par o del miedo a perderlo una vez encontrado. Se preguntó si los zapatos, debajo de la cama, soñarían en cambio con independizarse el derecho del izquierdo para constituirse en individuos diferentes, autónomos. Pero de esto no le dijo nada al forense, que tras apagar un cigarrillo y encender otro aseguró que su mujer y él encajaban bien, como dos zapatos algo toscos quizá, pero del mismo número y de calidades idénticas.
—Sin embargo —añadió—, me gusta probar hormas diferentes a mi naturaleza, lo que constituye una perversión normal en situaciones de desastre. Esa idea obsesiva que tienes tú de que ser juez no sirve para nada guarda una relación muy estrecha también con el agotamiento de la realidad, que si te fijas está ya prácticamente liquidada. Cuando las cosas existían de verdad, era sin embargo a lo más que se podía aspirar en la vida, a eso y a ser médico. Tu padre llevaba razón, aunque con un poco de retraso. Lo más probable es que no se hubiera enterado del fin del mundo. Nadie se entera.
Elena Rincón atribuía este empeño apocalíptico del forense a la necesidad de justificar sus insuficiencias venéreas. Si la realidad se había extinguido, tampoco era raro que él no diera más de sí. En cualquier caso, aun resultando tan insatisfactorios, la juez sentía que aquellos encuentros la acercaban a la vida de la que había permanecido separada durante los años de estudio. Ese progreso, junto a la intuición de hallarse al borde de algo nuevo, la mantenía en forma; si no alegre, atenta al menos a cuanto ocurría a su alrededor, fueran conversaciones o gestos, cambios de temperatura o de humor, coincidencias o discrepancias. Los años de oposición la habían dotado de una capacidad notable para concentrarse, y esa aptitud adquirida entonces la empleaba ahora en la calle, en el metro, en los juzgados, pues ignoraba de dónde podría venir la señal ni a qué hora. Muy de vez en cuando telefoneaba a su padre para comprobar que en la casa familiar todo continuaba igual, y tras escuchar durante unos segundos el murmullo de los muebles oscuros, sorprendidos por aquella invasión inespe rada, volvía a colgar y regresaba al mundo.

Un día, dirigiéndose en el metro a los juzgados, atenta al zumbido de los viajeros que se comportaban dentro del vagón como moscas atrapadas en una caja de cristal, levantó los ojos del suelo y vio, sentada frente a sí, a una mujer cuyas facciones ella había soñado para sí misma en un tiempo remoto. La mujer leía un libro del que sólo levantaba los ojos para perder un instante la mirada en el vacío antes de regresar a sus páginas. Era un ángel sin alas, una diosa. No sin rubor, se imaginó con ella en la cama del hotel cuyas habitaciones tenían espejos en el techo y le pareció que las dos formaban un par. La mujer sería cinco o seis años más joven que ella, unos veintiocho le calculó la juez, considerando al mismo tiempo que en los pares de zapatos siempre había uno un poco más gastado que el otro, dependiendo de los hábitos del usuario al caminar. Todo esto se lo decía un poco en broma, para aliviar el desmedido impacto producido por la extraña, que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, como la propia Elena Rincón esa mañana. El calor se había adelantado proporcionando a la mayoría de los viajeros, atrapados aún en sus ropas de invierno, un aspecto menesteroso, ruin. El ángel lector llevaba en cambio una camiseta blanca y una falda muy corta, negra, apenas nada. Todo era apenas nada en ella, su cuello parecía un hilo de plata y el resto de sus accidentes corporales, dispuestos alrededor de un núcleo intangible, contradecían las leyes de la gravedad, pues más que ir sentada parecía flotar sobre el asiento. La juez intentó imaginar un suceso digestivo en el interior de aquel cuerpo sutil y dedujo en seguida que no era posible.
Los hombres, aprovechándose de su ensimismamiento, miraban a la mujer con impertinencia, lo que a la juez Rincón le pareció insoportable. En cualquier caso, ella no parecía darse cuenta de los desastres que provocaba a su alrededor. Tenía una particularidad en la mirada, tal vez un ligerísimo estrabismo, que transmitía a todo el rostro una expresión de perplejidad, de duda. Parecía que preguntaba algo a lo que nadie en aquel vagón, quizá en este mundo, podía responder.
De súbito, el tiempo, que se había descompuesto como una sustancia orgánica, dando lugar a una forma de continuidad no sujeta a la duración, recuperó su carácter horario, saturado de segundos, cuando la diosa se levantó y abandonó el tren en Gregorio Marañón con la agilidad de una libélula.
Ese día no fue para Elena Rincón sino una cápsula en la que estuvo viajando hacia la jornada siguiente con una lentitud descorazonadora. Llegó agotada por la noche a su casa de juez, pues la había amueblado cuando aún creía que la magistratura era el muelle real de la existencia, su motor. De hecho, vivía en Fuencarral, a la altura de Tribunal, lo que ahora le parecía una ironía, y las habitaciones estaban equipadas con muebles oscuros y vestidas con enormes cortinas cuyos pliegues evocaban una forma de nobleza extinguida. También tenía una chimenea falsa, de madera y con puertas, en cuyo interior permanecía oculto un televisor que no había querido colocar a la vista. Un día, después de que levantara el cadáver de una mujer que llevaba un año muerta en su cuarto de estar, frente al televisor todavía encendido, llegó a su casa de juez, prendió el suyo, le quitó el color y el volumen y cerró las puertas de la chimenea, abandonando el aparato a una emisión continua de cenizas. En cierto modo, se trataba de crear una situación inversa a la padecida por aquella mujer de cuya autopsia se deducirían telediarios, concursos y restos de anuncios sin digerir, en confuso desorden. Desde entonces, siempre que atravesaba el salón de la vivienda y contemplaba una raya de luz inquieta por debajo de la puerta de la chimenea, se decía que allí dentro ardía, en blanco y negro, la realidad, o sus brasas, pues quizá el mundo, como afirmaba el forense, estaba en trance de extinción.
Aquella noche, pues, se recluyó en el despacho de juez habilitado en una de las habitaciones de su casa, e intentó comprender la red del metro sobre un plano. Ella lo tomaba en Tribunal y desde allí iba directa hasta Plaza de Castilla, donde estaban los juzgados. Quizá la mujer que leía había entrado en Tribunal también, no había forma de saberlo. En cualquier caso, se bajó en Gregorio Marañón. La juez apenas conocía Madrid. Ignoraba a qué clase de calle se podía salir desde la boca del metro de Gregorio Marañón, pero si en ella se había bajado la mujer del libro, tenía que ser, pensó, una gran avenida con árboles y estatuas y lujosos hoteles ocupados por gente no menesterosa ni perversa.
Claro, que podría haber conectado también en Gregorio Marañón con la línea 7 e ir hasta Guzmán el Bueno, por ejemplo, o hasta la Avenida de América, donde a su vez aparecían nuevas posibilidades de trasbordo, de pérdida. El plano le pareció entonces una red dispuesta para el desencuentro. Había algo diabólico en la posibilidad de que alguien se cruzara con su doble en los túneles sin tropezar con él por unos segundos de diferencia, o por haber tomado el tren anterior, o quizá el siguiente. La juez era metódica. Siempre entraba en el primer vagón, y a la misma hora, de manera invariable. No podía estar segura de que la mujer que leía fuera tan ordenada, quizá las diosas no necesitaran serlo, pero tenía que confiar en ello si quería conservar la esperanza de verla de nuevo. Se imaginó cambiando de vagón todos los días, probando suerte cinco minutos antes o cuatro después para provocar un encuentro que quizá, de todos modos, no llegara a producirse, y sintió por sí misma una piedad anticipada que le hizo daño. Entonces, al verse sobre el plano de Madrid calculando las posibilidades infinitas de extravío que proporcionaban sus galerías, temió haber comenzado a enloquecer. Ella misma había instruido más de un sumario cuyos protagonistas eran personas de apariencia normal que una noche se quedaban sin dormir por culpa de una idea obsesiva, y al alcanzar la madrugada algo se derrumbaba en su interior, sin ruido, y comenzaban a caer.
Telefoneó a su padre desde su casa de juez y cuando saltó el contestador tapó el auricular con una mano y volvió a recordar la letanía del forense respecto al fin de los tiempos. El mundo para el que había sido preparada se había terminado, de acuerdo, pero también era verdad que desde que viera a la mujer del metro había llegado para ella la hora de la resurrección de los muertos. ¿Sería capaz de entender todo esto el difunto? Pensó que no y colgó desalentada el auricular, como solía hacer siempre tras el primer impulso de enviarle noticias de su vida. Luego se dirigió al salón recorriendo con lentitud las habitaciones de su casa de juez y se sentó en el sofá de juez, delante de la chimenea de juez cerrada en cuyo interior, esa noche, ardía la realidad como una zarza.[…]



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